La institucionalización de la mediocridad: Una realidad incómoda
- Editorial

- 17 sept
- 4 Min. de lectura
La búsqueda de aspectos como la efectividad, la productividad y la obtención de resultados, siempre han sido definidos como metas o ejes estructurales de la gestión institucional, entiéndase en el sector privado o público.


Por: Dr. Juan Diego Sánchez Sánchez, Ph.D
Asesor y analista financiero, abogado, profesor e investigador
(M&T)-. De igual forma, la retribución y el reconocimiento a la persona que denote un rendimiento excepcional, o bien, cuyo intelecto sea evidente, suele ser un punto de partida para el establecimiento de las denominadas empresas inteligentes y dinámicas, siendo que es usual observar que el colaborador inteligente y productivo es premiado ¿o no?
Aunque lo anterior pareciera ser el deber ser de las empresas e instituciones, es innegable la proliferación de la mal llamada tolerancia a quien presenta una actitud dada hacia el mínimo esfuerzo, y a la generación del trabajo bajo un estándar de cumplimiento paupérrimo. Este concepto lamentablemente deriva de la exigencia mínima, no solamente en el campo empresarial o gubernamental, sino también desde la educación misma, entiéndase las universidades, e incluso la formación básica, donde, y refugiados en una falsa figura tolerante, parece obviarse la disciplina como elemento esencial de la formación de la persona.
Al analizar esta figura, es usual observar personas que al sobresalir en su trabajo son discriminadas de forma pasiva, es decir, no son soslayadas por una condición de vulnerabilidad, sino más bien, son sujetas a un eventual daño social o sicológico por el simple hecho de sobresalir en su trabajo, siendo usualmente dejados de lado en actividades y proyectos, bajo la excusa de que al realizar sus funciones laborales y entregables de una forma que evidencia una efectividad mayor, hacen quedar mal a los demás, siendo objeto de burlas y menosprecios.
Este fenómeno deriva en la denominada discriminación inversa, donde es la masa de menor cumplimiento y efectividad la que parece tomar el control, y donde quien sobresale resulta ser el menospreciado.
Este patrón encuentra un génesis más profundo, pues denota la existencia de una convencionalidad creyente en que el mínimo esfuerzo parece ser el rumbo correcto para seguir, donde más bien la entrega con diligencia y eficiencia adicional es lo incorrecto, señalando así a la persona con un grado mayor de compromiso como el elemento causal de un daño en el ambiente de trabajo, esto por el simple hecho de ser mejor en sus labores.
Cabe indicar que este tipo de conducta implica a la vez la existencia de una colectividad organizada y un consciente social que señala creer en la mediocridad como el parámetro de comportamiento, existiendo a la vez quienes tiene como su meta de vida laboral precisar sus funciones a la luz del mínimo eventual, pareciendo tener como objetivo la vagancia y la falta de compromiso.
En esta línea y de forma lamentable, surge la llamada institucionalidad de la mediocridad, donde y de forma colectiva e incluso organizada, el estatus general busca el establecimiento de un nivel de medición mínima para conceptos con la productividad y la efectividad laboral, precisando acuerdos de carácter formal o informal en los cuales el nivel general no debe crecer, esto pues, implicaría dejar en evidencia a aquellos individuos que no cuentan con los estándares mínimos de conocimiento y capacidad para realizar su trabajo.
Este fenómeno y de igual forma, afecta a la intelectualidad, pues al crecer el culto a la mediocridad, la persona con un nivel de intelecto superior tiende a ser objeto de burlas, donde el discurso fluye hacia la minimización de sus capacidades, evidenciando así una distorsión cognitiva de la concepción de la inteligencia.
Con base en lo anterior surge un subcontexto de interés, el cual implica el refugio y escondite del anodino detrás de un título o posición, presentado situaciones donde el individuo que busca la mediocridad como su modus vivendi, se excusa en el hecho de tener una plaza fija, un puesto, un grado académico que quizás obtuvo por falencias del mismo sistema, donde las dinámicas grupales le permiten llegar a su obtención, más por casualidades que por méritos. Esta miopía de títulos y puestos señala ser una arista más en la institucionalización de la mezquindad intelectual que tristemente se experimenta en la actualidad, la cual termina por institucionalizarse al establecer políticas que justifican la vagancia y la falta de actitud.
Al puntualizar estas aproximaciones, surgen aspectos como la justificación de incumplimientos y falta de trabajo a personas que consumen sustancias ilícitas, el ignorar agresiones verbales y físicas de quienes señalan que han sido criados así y no tienen opción más que ser agresores, la tolerancia a la entrega de trabajos copiados por ser una moda, o bien, la aceptación social del mínimo intelectual como un parámetro del nivel de conocimiento, donde a una persona le es suficiente repetir una frase de un libro para ser visto como inteligente, esto aún cuando no domine el tema.
Esta realidad es evidente en muchas de las instituciones de la actualidad, y el peor error que puede cometerse es obviar el fenómeno, pues al ignorar un problema, de forma inmediata se vuelve la persona parte el, donde la elección diligente pareciera radicar en la decisión de no ser uno más de esta masa mediocre que en nada aporta a la mejora de la sociedad.









Excelente Juan Diego, Muchas veces los manuales de puestos arrinconan a las personas a un parámetro de actividades que están por debajo de sus capacidades, el encontrar una forma de incentivar que las personas excepcionales puedan sacar todo su potencial es un recurso valioso que deben conseguir las organizaciones.